jueves, diciembre 05, 2013

“Borges y su sentido de la amistad”, de Jorge Calvetti









Emerson afirmó con la sutileza y la profundidad natural en él que «la amistad, como la inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser creído». Tiempo después, la realidad le obligó a reconocer que «el alma se rodea de amigos para tener mejor conocimiento de sí mismo o más grande soledad».

Pensador iluminado, quiero decir con una lucidez -una luz- sorprendente, anticipó, cien años o más, verdades que hoy son reconocidas universalmente. El último premio Nobel de Literatura, José Saramago, desarrolla en varias de sus obras, sobre todo en La balsa de piedra la tesis de que «conocer al otro es conocerse a sí mismo».

La colaboración que aporto al volumen de homenaje a nuestro colega tiene un valor anecdótico, y por ello, testimonial, de cómo comprobé de modo personal y directo lo  que significaba para Borges la amistad, de cómo la sentía y la practicaba.

Voy a narrar algunos episodios que viví junto a él y que tuvieron como protagonistas a Carlos Mastronardi, Xul Solar y a los hermanos Julio César y Santiago Dabove. Constituiría una lamentable redundancia referirme a la conocida amistad que cultivó con Macedonio Fernández, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, María Esther Vázquez, Manuel Peyrou o María Kodama, que lo acompañó hasta su partida en Ginebra.

Mis relatos son personales, como he dicho, y agradezco a Dios que me haya permitido vivirlos y la posibilidad de poder relatarlos. Con Carlos Mastronardi había escrito en nueve cuadernos un «diario intelectual», obra que juzgaba de valor. Con los originales a cuestas recorrí varias, casi todas las editoriales de esta ciudad. Siempre obtuve la misma respuesta: «La obra es muy interesante, pero no es comercial, esta clase de libros no tiene compradores».

Apesarado por mis fracasos, llegué una tarde a lo de Borges. Le conté el magro resultado de mis diligencias: «Bueno -me dijo-, vamos a intentar con Frías, gerente de Emecé. Tiene varios teléfonos pero los conozco a todos». Pude comprobarlo: el teléfono particular, el del estudio jurídico, el de Emecé y dos más que podríamos considerar «secretos». En su casa de la calle Maipo, ¡lo vi tantas veces!; el teléfono padecía su silencio sobre una silla. Para hablar, Borges se arrodillaba en el suelo, no sobre un almohadón -debo aclararlo-, en el suelo, junto a las sillas y comenzaba a discar. Partía del cero y seguía luego nueve, ocho, siete, seis, cinco hasta que llegaba al número buscado.

Esa tarde estuvo de rodillas más de una hora y no pudo comunicarse con Frías. Le agradecí emocionado y sorprendido de ese esfuerzo y le dije que buscaría al nombrado Frías al día siguiente, en la editorial.

«No, -me dijo-, no, de ninguna manera. Haremos todo lo posible por Carlos. Lo buscaremos hasta encontrarlo». Luego de una hora o más, volvió a insistir con paciencia benedictina hasta que lo encontró. Habló con Frías y convino con él la entrevista que se realizaría al día siguiente.

Con tierna e inolvidable alegría se puso de pie y dijo: «¡Qué suerte! Pude ser útil al poeta», y sonriendo agregó: «Al que es amigo jamás lo dejes en la estacada». Conservo en mi biblioteca un ejemplar de Elogio de la sombra, dedicado a Mastronardi con estas palabras, escritas con una letra apenas legible pero sí muy reconocible: «Al máximo poeta y al máximo amigo, con toda la amistad del semi-entrerriano. Georgie, 1967».  

Borges no podía hablar de la amistad sin conmoverse. Muchas veces le oí decir con cierto temblor en la voz: «Caí como herido del rayo cuando lo vi muerto a Cruz». Aquel Cruz a quien años y años después le inventaría -como ustedes saben- dos nombres: Tadeo Isidoro.


Con Xul Solar

Siempre comprobé que Borges cimentaba, erigía sus monumentos de amistad, en la admiración. Sus amigos -sus verdaderos amigos- de un modo u otro eran admirados por él, los admiraba por su talento, sentido del humor, habilidades, por la originalidad de su pensamiento o por su valor, su coraje.

Para Borges, Xul personificaba al «hombre nuevo». Admiraba en él la vivacidad de su inteligencia, su sensibilidad, su cultura, su memoria -irrepetibles- y hasta su elegancia. Le placía íntimamente oírle decir hace sesenta años: «Yo soy un hombre del año 2000. Ahora nadie ve ni entiende lo que hago, yo lo veo, por eso llegará el día, llegará».

En la inauguración de una muestra de Xul, se acercó el poeta y crítico de arte Córdoba Iturburu y le preguntó (acompañábamos a Xul, Borges y yo): «¿Cómo te va?». Xul respondió: «Per Pro». Policho -como se apodaba a Córdoba-, con vacua sonoridad respondió: «¡Cómo Per Pro, esto es Per estancamiento! Esta muestra es igual a la anterior».

Xul, que no podía huir de su humildad, contestó: «Si te parece así, me alegro, siempre soy el mismo». Policho se fue. La explicación de la anécdota es clarísima. Córdoba no entendió nada de la muestra, quiero decir: humanamente no estaba dotado para entender la obra de Xul, no podía asomarse al mundo esotérico, luminoso, casi celestial de Xul. Borges no admiraba ni mucho ni poco a Córdoba; lo borró, lo ignoró en seguida y le preguntó a Xul: «¿Qué quiere decir Per Pro?». El pintor, el sabio hombre que vivía en Laprida 1214 respondió sonriendo: «Le contesté en neo-criollo para que entendiera menos», y agregó: «Per es un prefijo que indica permanencia -per-manecer, per-durar, etcétera- y Pro es adelante: proa, progreso, proseguir. Entonces, en vez de dar lugar a explicaciones, digo lo que quiero decir, con dos sílabas: Per Pro».

Conviene ahora que informe sobre el neo-criollo. Xul Solar hace más de sesenta años propugnaba la tesis de que la Argentina y Brasil debían unirse. El neo-criollo es el idioma híbrido-español-portugués que él inventó para facilitar esa unión. Muchas veces cenamos, tomamos el té o nos reuníamos en casa de Xul con enorme regocijo de Borges. Un día me dijo -y estas palabras cobran mucha importancia en sus labios- que Xul era el hombre que, en este país, conocía más y mejor la literatura inglesa.


Con los Dabove

Cuando Macedonio Fernández decidió radicarse en Morón, Borges solía visitarlo con frecuencia. Allí conoció a «los Dabove»: Julio César, médico y cuentista parvo y Santiago, escritor originalísimo, un alcohólico casi genial, que por obra del destino se ganó de modo pleno la admiración de Borges. Los Dabove descendían de una de las familias fundadoras de Morón.

Estos dos personajes a quienes me refiero, eran una variante provinciana de esos «niños bien» de Buenos Aires que justificaban e ilustraban su prosapia con dignidad y gran altura; digamos, valga el juego: Jorge Newbery o Bernardo Duggan, para citar dos ejemplos relevantes. Cuando contaban episodios de la vida de Santiago, Borges temblaba de emoción. No sé si Fernández Latour o Farías Alem, criollos de Morón, le dijeron a Borges que Santiago, que estaba tomando sus copas habituales, al sentirse provocado por un malevo, salió a la calle revólver en mano y cruzó la calzada; desde atrás de los árboles de la vereda se balearon a lo largo de la cuadra con suerte para Santiago, que logró herirlo levemente. Luego volvieron al café De la Sirena, donde atendieron al herido y Santiago siguió sus libaciones lentamente, como si nada hubiera ocurrido. Realidades como esta conmovían a Borges de una manera inimaginable.

Yo soy el heredero de los originales de la obra de Santiago Dabove. Cuando logré que mi amigo Gregorio Selser la editara, le pedí el prólogo a Borges. Me llamó a los dos o tres días para entregármelo y se publicó así, con el prólogo de don Jorge Luis. Borges incluyó el hermoso cuento «Ser polvo», de Santiago, al que le dedicó los mejores elogios, en la Antología de la literatura fantástica que compiló con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.

Termino estas líneas evocando una cena en casa de los Dabove; esas cenas eran famosas por lo magníficamente preparadas. Eruditos en artes culinarias, con una casa enorme y muy buen servicio de cocina, esos convites eran inolvidables. A Borges se le había descubierto un principio de úlcera gástrica y -contra la opinión de la madre- fue a cenar con los Dabove. Pasaban las empleadas con unas comidas magníficas. Él no aceptaba que le sirvieran. De pronto llama la señora Leonor Acevedo: quiere hablar con su hijo. Le acercan el teléfono y le escucho decir a Borges: «No te preocupes madre: estoy ayunando opíparamente». Después de este oxímoron magnífico, nada más puedo decir, por ahora.



en Anejos del boletín de la. Academia Argentina de las Letras.
Anejo I. Homenaje a Jorge Luis Borges, 1999


















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