jueves, octubre 23, 2025

«Bárbara», de Jacques Prévert

Traducción de Pierre Froidevaux



 
Te acordás, Bárbara,
llovía sin parar en Brest, ese día
y caminabas sonriente
floreciente, feliz, plena
bajo la lluvia
Te acordás, Bárbara
llovía sin parar en Brest
y te crucé en Rue de Siam
vos sonreías
y yo también sonreía
Te acordás, Bárbara
vos, a quien no conocía
vos, que no me conocías
te acordás
Te acordás al menos de ese día
no te olvides
Un hombre bajo un pórtico se abrigaba
y gritó tu nombre
Bárbara
y vos corriste tras él bajo la lluvia
floreciente, feliz, sonriente
y te tiraste en sus brazos
Te acordás de eso Bárbara
y no me odio por tutearte
le digo vos a todos los que amo
aunque no los conozca
Te acordás Bárbara
no te olvides
Esa lluvia sabia y alegre
sobre esta ciudad alegre
Esta lluvia sobre el mar
sobre el arsenal
sobre el barco de Ouessant
Ay Bárbara
qué pelotudez la guerra

¿En qué te convertiste ahora?
Bajo esta lluvia de hierro
de fuego, acero, sangre
y el que te apretaba en sus brazos
amorosamente
ha muerto desaparecido o aún vive
Ay Bárbara
llueve sin parar en Brest
como solía llover
Pero ya no es lo mismo y todo se arruinó
Es una lluvia de duelo, terrible y desoladora
no es ni siquiera la tormenta
de hierro de acero de sangre
Simplemente nubes
que se quiebran como perros
perros que desaparecen
al filo de agua sobre Brest
y van a pudrirse a lo lejos
a lo lejos, tan lejos de Brest
donde ya no queda nada.



en Paroles, 1946














miércoles, octubre 22, 2025

«Georges Méliès: una biografía fílmica», de Stan Brakhage

Fragmento / Traducción de Juan Esteban Plaza





Georges fue el primer hombre que reconoció en las imágenes en movimiento un medio tan adecuado para lo sobrenatural como para el submundo: un instrumento para develar lo natural mediante reflejos y también un portal a un mundo extraño bajo la superficie de nuestra visión natural, un submundo que hace erupción en «nuestro» mundo gracias a las máquinas que vuelven visible lo que no podemos percibir naturalmente. Lo llamado sobrenatural, como lo sabe cualquier mago, es inherentemente tangible al ojo desnudo: reconocerlo como natural requiere apenas un cambio de mentalidad, un acto de prestidigitación; pero, en cambio, el submundo tuvo que ser inventado, es decir, su existencia real tuvo que atravesar la invención para que empezáramos a ser conscientes de él y quedáramos sujetos a su consumación.

Al comprender todo esto, Georges heredó el destino para el que había nacido incluso antes de su nacimiento físico. Cuando encontró su medio –el único medio capaz de convocar a los nonatos, de exteriorizar la imaginación en movimiento–, en ese preciso instante su vida completa se le apareció por delante: se transformó en el artista que siempre había sido, el primero en la historia moderna en convertir un «medio» en un «arte». Sus demonios fueron atraídos desde abajo y atrapados en un campo suprasensible: todas las criaturas monstruosas que su pensamiento mecánico había librado antes de nacer fueron desatadas nuevamente mediante la terrible máquina de las imágenes en movimiento, y la batalla esperada por largo tiempo pudo por fin comenzar.

Sabiendo que las zonas negras de la pantalla encendida eran las más encantadas, Georges creó muchas de sus fotoapariciones fantasmales en blanco –hasta el punto de sobreexponer la imagen y borronear sus formas espectrales sacudiendo la cámara–, creando una demonología de contrapeso: un ejército de sobreimpresiones encima de las sombras. Los demonios vestidos de negro que él diseñaba eran fácilmente vencidos en su fototeatro: usualmente reventaban en una borla brillante de humo blanco.

El héroe de estos dramas fílmicos solía ser él mismo en fotografía, vestido con el smoking del showman, cubierto del negro suficiente para que su fotoforma se moviera mágicamente por los planos titilantes de cualquier composición, luciendo, como si fuera algo normal, sus atuendos más reconocibles en la cabeza, al modo del casco del héroe. Y además, en el papel de hombre viejo que había creado para su héroe, iba a veces disfrazado con una barba, y casi siempre, bajo esa forma de anciano, se disfrazaba de loco, de bufón o al menos de alguien completamente aprisionado por los atuendos demoniacos en el espectáculo de la locura, como si Georges estuviera exhibiendo demonios o azuzando al Demonio con su yo anciano (sirviéndose de alguna maquinación tomada, quizás, del Fausto de Goethe, con sus finales humanamente felices). Por cierto, Georges tomó prestados los artificios del diálogo entre el hombre occidental y los demonios en una lucha de fuego contra fuego –fuego blanco contra fuego negro–.

Pero como ninguna monstruosidad le pareció a Georges que habitara las zonas de la forma gráfica –los matices de la línea que hacían que la imagen fuera reconocible–, su guerra se expandió naturalmente contra todos los seres y objetos fotografiados, y la única seguridad de su yo héroe era su capacidad de transformar una cosa en otra, sobre todo en una masa de blanco. La única arma heroica era, entonces, la varita mágica, y el último recurso de Georges para ayudar a su yo heroico, cuando el terreno se volvía muy escabroso, era su capacidad de transformar en un solo instante la estructura completa del campo de batalla. Fue esta necesidad la que lo llevó a hacer el primer ensamble en la historia de las imágenes en movimiento: la unión de dos piezas de celuloide con secuencias de fotos fijas.

Sin embargo, en plena carrera de Georges como cineasta, la naturaleza misma de la guerra comenzó a cambiar. Si cada boceto compuesto con una forma reconocible era un refugio para los demonios, las fotos fijas de objetos se convirtieron en la fortaleza del enemigo. Toda cosa inmóvil se encontraba, a fin de cuentas, en deterioro. Y si la cubrían líneas y sombras (envolventes fuerzas oscuras), era rápidamente poseída por un encantamiento: incluso la imagen del Sol, principal fuente de luz, solo requería las líneas de una «cara» para enemistarse con todo lo que estuviera hecho de un blanco más puro. La Luna, casi sinónimo de pantalla de cine, obsesionó a Georges particularmente, porque su representación exigía una «cara», y eso lo sumió en una suspicacia cósmica dirigida a todas las luces del cielo: ¿acaso las estrellas no eran simples destellos que dejaban adivinar vagamente las formas de enormes criaturas negras, como supieron los primeros observadores del cielo? Y, dado que para Georges todo objeto fotografiado era una fortaleza demoniaca, se vio impulsado, como cineasta, a mantenerlo todo lo más animado posible (como un hombre que rellena casas viejas con tanta vida como puede para repeler a los fantasmas) para captar, por cierto, todas las formas de la gente en continuo movimiento, en oposición a la quietud de su entorno. Para mantenerlas «de su lado», por así decirlo. Estaba decidido a darles a todos los objetos inanimados una «cara», como señales de advertencia de lo que escondían, y a animar esas caras. Como los griegos antes que él, estaba llamado a llenar los espacios entre las estrellas con tanto blanco como fuera posible.

El sombreado renacentista, dando la ilusión de profundidad, también proporcionaba abrigo a sus enemigos, pues Georges estaba obsesionado con atacar todos los artificios pictóricos de occidente, incluyendo la perspectiva renacentista. Empezó, por lo tanto, a concebir los planos de sus películas como una serie de superficies móviles con un mínimo punto de fuga y una relación máxima con la pantalla en la que serían proyectadas. Esta medida desesperada, a contrapelo del desarrollo visual de Occidente, le brindó a Georges un nuevo campo de batalla (como no se había visto desde que la estética de Florencia triunfó sobre la de Siena). La naturaleza de la batalla se volvió anamórfica (antes que mítica): lo móvil contra lo inamovible, lo rápido contra lo muerto. Tal como sabía que la Luna debía tener una cara (que es más terrible imaginar en «lo oscuro de la luna» que nítidamente grabada en blanco), sabía también que todo lo blanco debía tener las líneas negras de una forma (no necesariamente sombras espaciales, que él más bien minimizaba con la luz frontal). Y de este modo creó a sus demonios, disfrazándolos al modo de dobles agentes, espías que trabajaban de su lado para evidenciar la derrota de toda esta monstruosidad. Georges acabó por interpretar él mismo el papel del Diablo una y otra vez, y sus brujas acabaron por ejecutar la venganza que él mismo deseaba. Con magistral complejidad, Georges pasó a desempeñar la guerra con espías y contraespías con una visión triunfante. Sus películas se volvieron anagramas de desconcertante duplicidad mientras se atribuía a sí mismo y su héroe mago –o bruja, o demonio, o incluso Diablo– más y más poderes de transformación.

Sin embargo, Georges no pudo conseguir honestamente que ningún aspecto de su ser desmembrado se identificara con un objeto inanimado ni con la profundidad del espacio. Los escenarios eran siempre abandonados a los demonios y el único control que mantuvo sobre ellos era la señal de advertencia de su rostro –así pues, la visibilidad– y los signos de «cambios de escena». Inevitablemente, entonces, Georges se enfrentó al desastre cósmico, contra su derrota incitada por el material mismo y el espacio de su residencia. ¡Demonstrata!

En la época de la vida en que un hombre comienza a sentir que envejece, Georges se habría rendido si no fuera por la emergencia de una nueva imagen en sus sueños: la imagen de un héroe, el único que podría traspasar los velos de la materialidad y atravesar todo relleno cosmológico. Para Georges fue el último truco heroico en la bolsa del mago: la Máquina. ¡Sí! El héroe-máquina (otra vez el viejo Golem, también la joven Venus tal vez, que ya le había dado antes un impulso en la batalla), la Máquina fotografiada, la Máquina tal como es representada a través de la maquinaria –algo así como un salón de espejos que reflejan otros espejos ad infinitum para confundir los sentidos materiales y horadar un agujero en el espacio entero del universo–.

¿No era, acaso, el asistente o ayudante perfecto del mago? ¿No era la contradicción absoluta para conjurar la demonología (en cuanto la Máquina era material y sin embargo podía animarse más allá de toda capacidad humana)? ¿Había algún límite para el espacio que una máquina podía atravesar? Su amo mismo estaba por completo al interior de esa armadura. ¿No era una cosa hecha de varias partes inanimadas puestas juntas, que cobraba vida cuando a estas partes se las dejaba interactuar perfectamente, creando la unidad milagrosa de un ser en movimiento? ¡Sí, la Máquina era, para Georges, una creadora de parentescos, un hermano no consanguíneo (y, por tanto, humanamente invulnerable)! Y era mujer, por cierto, porque así fuera automóvil, barco, aeroplano o incluso cohete, siempre una ley no escrita hizo que Georges la llamara, amorosamente, «ella»: ¡sí, ella –o cualquier máquina– era el triunfo de todas sus fantasías y sus inventos reales, la más salvaje Galatea de todos los tiempos! Déjenla desgarrarse a través del tiempo, si eso es posible, y de todo el espacio negro, y sacudirse las sombras en cada giro del engranaje, en cada rotación de la rueda, en cada vaivén de la motivación del mago, mientras destroza a su paso al elenco de la película tan rápido como los fotogramas pueden tocar el movimiento que describe sobre la pantalla.

La Máquina de sus sueños se volvió la estrella de sus dramas, desafiando a todos los fantoches, derribándolos cuando se interponían, derribando también muros, casas, bloques de material, clavándose en el ojo de la Luna y hasta abriéndose paso entre las estrellas agolpadas, al mismo tiempo que protege al mago (y a sus amigos) cargándolo con tanta ternura como a un niño en una cuna, como a un niño en el útero, como a un hombre en la tumba.

Y sí, finalmente, por desgracia, la Máquina también defraudó a Georges. Había en todos sus movimientos una figura reconocible que, como tal, caía en todas las trampas de la iluminación, como cayó una vez un tren en la boca del Sol, condenados los que iban dentro a la misma lucha que acontece siempre en todo decorado inmóvil. Como objeto reconocible, la Máquina nunca pudo ser más que un tema, y así las piezas filmadas de Georges siguieron girando en su danza chamanística, lanzando destellos negros y blancos contra la pantalla impenetrable.

Georges, hacia el final, probó desesperadamente el color, tiñendo el celuloide, consiguiendo imágenes de objetos (frecuentemente de la Máquina) con tonos pigmentados que podían hacerlos vibrar hacia otra dimensión del pensamiento, colores esparcidos sobre las figuras en el blanco y negro de cada uno de los fotogramas para burlar la trampa de luz/oscuridad que está en origen de la fotografía. Pero solo logró hacerse a un lado en una hermosa esquina (el color es una cualidad de la luz, o sea, una cualificación, una disminución semejante a la sombra).

La batalla había acabado –sin que hubiera habido realmente una pelea– y Georges se quedó con sus rollos de mapas proyectables de una campaña apenas imaginada, un registro de magia simpática que había defraudado la tensión interior del inventor, que no había logrado alterar para él lo que ya había sido alterado. Había dirigido e interpretado varios papeles, y fue usado (como todos los artistas antes que él) por fuerzas que estaban más allá de su imaginada «segunda venida», de su regreso, de su comprensión.




en El asedio de las imágenes. Cinco biografías fílmicas
Bastante ediciones, 2019




















martes, octubre 21, 2025

«Zorda», de Octavio Gallardo Cantillana

Dos fragmentos



 
María 
(oración y Consuelo): 

Me llamo, o así me dicen; María y soy insignificante al lado de mis hijas, como si ellas fueran una araucaria, y yo hubiera nacido al borde de un río, apenas agarrada de la tierra. Soy así, no es que me sienta así de vez en cuando, así soy, de madera, pero enroscada en el aire, como un poema de algún viejo salamero. Puede ser que por esa razón me gusten las plantas, pero esas que nacen porque se cayó una semilla. De vez en cuando tiro cuescos debajo del limonero para que se acuñe algo sin propósito, así como se me vinieron las hijas, así mismo. Me engendraron y engendré tal y cual como si me hubiese nacido un lunar en el pie. Pero ellas, como digo, son superiores a mí, por eso, y más bien, yo soy testigo de ellas, y se me ocurre, que de alguna forma son anteriores a mí. Podría decir que la primera de mis hijas la dejé en otros brazos, y me duele, me duele ella, no me duelo yo por haber sido incapaz de sostenerla. No me duelo yo por nada, apenas por una pequeña dignidad que merezco en la vida, que no me dio definición sino hijas portentosas y magistrales, porque así son mis hijas, nacieron para buscar el sol entre los árboles. Esa es mi esperanza. Eso es más bien lo que podría decir que me duele: la esperanza. Mi esperanza no tiene árboles, es un bosque quemado, y no hablo de mis hijas, sino del lugar y el modo en que nací. Desde pequeña estuve diseminada, sin cama propia, sin habitación propia, sin cariño propio, mis padres mismos eran abuelos fríos, o mi padre, señorial y recto, con sombrero alón en la playa de los años cuarenta, que hoy día está quieto en la foto de la ciudad de Cartagena, con chalequillo de tela y un reloj colgando del bolsillo, con los veraneantes detrás, unas señoras con bombacha y las sombrillas del alto pueblo, mi padre; el que le pegaba zancadas a la mesa para que yo me fuera cuando lloraba para llamar su atención, que me viera y me quisiera; como miró y quiso a cualquiera de mis hermanos. Recibí el socavón, la pura mirada lejana, y no me duele. Con nada me siento dolida, excepto por mis hijas, que son mis ojos y mi sangre, si a ellas les falta algo ahí, sí que me muero de pena, o de rabia, o de pena y rabia. Pero, puesto que mi esperanza no tiene límites, tengo fe, y tengo ángeles que me acompañan, mi padre y mi madre me acompañan, mi hermano Rafael, el que se fue tan temprano, aboga por mí desde el cielo. En él, en el principio y en el fin de mis ruegos, pienso cuando oro y rezo por mis hijas. Cuando les ha faltado el pan, nunca he dejado que tengan hambre. Le rezo al Cristo que tengo en el velador, sobre una Biblia vieja abierta en los salmos. Creo que Jesús puede haber sido una mentira, pero creo en él. No sé si veo a mi hermano Rafael en su rostro, se parecen de hecho, mi hermano era una vocecilla azul y cariñosa, como la de Jesús. Me emociono con las películas de Jesús, sobre todo cuando le habla a Dios, su padre. Imagino que algún día se abrirán las nubes para que yo le hable al mío, o a mi hermano que también está en los cielos y fue El elegido. Tengo fe y esperanza. A mis hijas nunca les faltará nada.


*   *   *


El perro Losada 


Conocí a Enrique. Enrique recibió una lección para soportar la cólera, no sé cómo lo hizo, era admirable su capacidad de recibir golpes en la vida tan duros. Teníamos a esas alturas 15 años de nada. De vivir en un barrio. Apenas un barrio marginal de la república del bajo extremo, en una ciudad caótica pero plenamente ordenada como era Santiago. Enrique era feroz. Un animal súper definido y elocuente. El hijo del paco muerto. Aprendiz de artes marciales. Pero además mala leche, hijito de su mamá, buen estudiante y castigador de los desvalidos. Todo el colegio le temía como se le teme a un bulldog, un perro de parcela de gente bien, alimentado con la mejor carne. Era grande además, y en cierta medida gordo. Eso, en particular no lo recuerdo bien. Después me enteré que Claudia prefería a las chicas tímidas y tiernas como yo, pero en ese momento crucial, jamás habría pensado en esa posibilidad. Era una pulga en el perro del grupo de Enrique. Enrique Pérez Losada, así lo llamaban los profesores. Los demás le decían el perro Losada. Obviaban el Pérez por respeto a su padre muerto. Ni se fuera a enterar que le decían el perro Pérez. Pero decirle perro daba lo mismo. Nunca imaginó el perro Losada que en la fiesta rara y callejera que organizó se lo joderían de tal manera. Nunca consideró la guitarra cuando invitó a Gutiérrez, el santo de la devoción de los cursos mayores. No tenía piedad el perro Losada, ni menos prudencia con sus mayores. Al cabo de unos minutos Gutiérrez, el cantante, el dirigente, el de 18, se puso a cantar a Silvio: “Una mujer con sombrero”, “Ojalá”, y una canción de autoría propia que sonaba a balada italiana de mala estirpe. Conquistó a la tribu completa con una voz gruesa, a veces melódica, pero en general repetida de cassette. A partir de ese momento podría haberse llamado la tribu de los vencidos. Su voz era el cielo. Su voz era celeste. Golpeaba contra los edificios sociales y se venía de vuelta. Estábamos en el centro de las edificaciones. Rodeados por la gloria de quienes habían logrado un departamento precario en los barrios de Recoleta. Al centro la fogata, el dios Gutiérrez. Gutiérrez el encantador, Gutiérrez la serpiente del menoscabo. Así vi al perro Losada, destituido. Su expresión era la derrota de todo el curso. Todos decían que con Claudia se habían dado un beso el último día del año anterior, durante la convivencia y frente a los demás, sin ningún tipo de decoro. Desde ese momento Claudia fue suya durante todo el año siguiente. ¿Quién podría desmoronar al perro Losada, ni siquiera robarle alguna de sus pertenencias? Claudia pertenecía en sueños a cada macho escolar, pero al final era toda suya. En la praxis, en la definición y en el acuerdo general Claudia era un objeto más de su estuche personal. Sin embargo, esta vez Gutiérrez cantaba. Su voz era el cielo y Claudia. Claudia parecía amarlo, echarlo de menos en las noches, soñar con él, tocarlo en la niebla y en el frío. Pensamos y temimos, creo yo, que el perro Losada ladraría y le daría una patada a las brasas, pero nunca imaginamos que se acercaría a Claudia y le hablaría al oído. Pero Claudia siguió cantando. Y el perro Losada desertó. Se puso la casaca y caminó sin hablar hasta el callejón. Sabíamos que más allá había un desierto baldío y que Losada tenía que cruzar los campamentos para llegar hasta su casa. Pero Losada era valiente porque hasta los pacos le temían. El toque de queda duraba hasta las seis de la mañana y nosotros nos quedaríamos alrededor del fuego. Losada atravesó el descampado y una patrulla negra y blanco le cortó el camino. Losada apenas la vio. Al lunes siguiente formados en el patio mientras la bandera subía, nos enteramos que a Losada le habían dado con una culata en la boca y las narices. Esa mañana teníamos prueba de francés.




Primera edición, puerta abierta editores, México, 2024
Segunda edición, Rumbos editores, Chile. 2025








Fotografía original de José Luis Cuevas


















lunes, octubre 20, 2025

«Versos dorados», de Gérard de Nerval

Traducción de Andrés Holguín




Todo es sensible
PITÁGORAS

Mientras te sientes único ser pensante y consciente,
la vida emerge en todas las cosas terrenales.
La libertad encauza tus impulsos vitales,
pero de tus designios el cosmos se halla ausente.

Descubre en cada bestia un ánima latente;
son las flores abiertas fuerzas espirituales;
un misterio de amor se esconde en los metales.
«Todo es sensible». Y todo te afecta intensamente.

Teme en el muro ciego un ojo que te espía.
En la materia misma el verbo se halla injerto:
no le hagas, pues, cumplir una consigna impía.

Un dios oculto habita en cada ser oscuro
y, como un ojo bajo su párpado entreabierto,
palpita en cada piedra un espíritu puro.















domingo, octubre 19, 2025

«Una y otra», de René Char

Traducción de Leandro Llull



 
¿Vas a balancearte sin fin, rosal, a través de la larga lluvia, con 
          tu doble rosa?
Como dos avispas maduras ellas descansan sin vuelo.
Yo las veo en mi corazón porque mis ojos están cerrados.
Mi amor bajo las flores no ha dejado más que viento y nubes. 

                                                

1957












L’une et l’autre

Qu’as-tu à te balancer sans fin, rosier, par longue pluie, avec ta double rose? / Comme deux guêpes mûres elles restent sans vol. / Je les vois de mon cœur car mes yeux sont fermés. / Mon amour au-dessus des fleurs n’a laissé que vent et nuage.












viernes, octubre 17, 2025

«La casa», de Yusuf Abd al-Aziz

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Los labios y trenzas de esa mujer
resplandecieron cuando la conocí.
Ella arrancó una flor de mis costillas
y voló hasta la fuente
donde construyó una casa con seda esplendorosa.
Cuando la besé,
corrió como una gacela
refulgiendo a través del campo de Dios.
Le dije: «¿Quién eres, mujer del agua?»
y ella dijo: «Soy una reina».
Cuando la abracé
me envolvió con sus olas
y encendió estrellas dentro de mí.
Le dije: «¿Quién eres, flor de terciopelo?».
Ella dijo: «Soy las plumas del ruiseñor,
el sabor que deja cada beso».
Cuando le di el más dulce de mis abrazos
y pude orar,
ella irrumpió a través de mí, de cada célula, de cada vena
y erigió sobre mi cadáver
una casa en la que siempre habrá vida.















jueves, octubre 16, 2025

«La culpa colectiva», de Luis Rosales


 


La nieve es un esfuerzo, nunca duerme,
nunca puede dormir. La nieve última 
quizá no va a caer, quizás no pueda 
volver a atar el agua en la blancura 
temporal de sus manos. Sí, mañana 
tal vez no va a nevar, caerá la lluvia,
y en el mirar de Dios seremos náufragos 
de muerte semanal y para nunca.



en Ayer vendrá (Poemas 1935-1984), 2010














miércoles, octubre 15, 2025

«Pérdida pérdida pérdida», de Roberto Appratto



(1950-2025)


Pérdida pérdida pérdida
La pérdida la más pérdida
No hay otra cosa que
Pérdida todo lo que puedo pensar
Es pérdida no admite traducción
Es pérdida no es la palabra pérdida
Es pérdida salgo a la calle
Y es pérdida prendo la luz del cuarto
Pérdida pienso un rato y es estrictamente
Pérdida fantaseo sobre el  futuro pero en seguida
Es la pérdida no es más que pérdida
Lo que puedo hacer es pérdida lo que se me ocurre
Es pérdida si me lamento es en razón de
La pérdida todo lo demás se confronta
Con la pérdida si alguna vez hubo otra cosa
Hoy es la pérdida no es la imagen de la pérdida
Es la pérdida
No es una reflexión sobre el estado actual
Es la pérdida no es el deseo de otra cosa que pudiera
Eventualmente consolar sino
La pérdida la pérdida no es la debilidad que viene
Luego de la pérdida no hay luego de la pérdida
Es la pérdida
Acá la conciencia no juega no puede porque
Es la pérdida por lo tanto la pérdida
Hace  ver la pérdida y sólo la pérdida

Si uno mira para ahí



en La carta perdida, 2018

















 

martes, octubre 14, 2025

«Las Encantadas», de Daniel Samoilovich

Siete poemas

(1949-20205)

 
EL INFORME

«Al parecer —dice un informante de la Royal Society—
la Naturaleza ha querido engañar a Sir Charles
con su vistosa variedad: pero nuestro corresponsal
sin dejarse confundir por tanto pico, trompa,
belfo, hocico, cara,
ha descubierto que en todos, sapos, moscas,
ortigas y humanos late
un mismo y veleidoso instinto
de conservación. Esto torna innecesaria
la existencia de Dios, a la sazón reemplazado
por las tediosas notas del botánico;
y en vez del Designio Divino, lo que se nos ofrece
es un ciego combate a garra y diente
del que los mamíferos no salen mal parados
pero que también consiente el ala que sirve
para huir, la pequeñez que facilita el esconderse.
Es afortunado que por las dudas, por si se arrepintiera
la Evolución haya dejado por el sendero un hilo
del cual Sir Charles cree haber encontrado la punta.
Tal vez si nos lo trae nos sirva
para coserle un chaleco de loco
y un lindo bonete de blasfemo
y dotado de estos enseres, devolverlo
a la isla pirata donde puso
a punto su sistema».



HERMOSO LODO OSCURO, TRAS MESES

      de no ver otra cosa que el suelo
calcinado del norte de Chile.
Las tortugas, único alimento...
su número empero disminuye...
en otros tiempos, barcos corrientes
se llevaron de una sola vez
seiscientas, setecientas tortugas...
una sola fragata, doscientas
                                                          en un día.



OTRO DETRACTOR DE DARWIN

«Su sistema por otra parte está
desprovisto de belleza, si no fuera
por sus otros defectos bastaría
con éste para tornarlo indigno
de atención y de crédito: números,
alturas y mareas, lucha
por la vida, este hombre no puede
al parecer pensar en otra cosa
que en ángulos, medidas, egoísmo
sin fin entre el bárbaro zigzag
                         del alba en los volcanes apagados».
 


PERO ES QUE NO SE TRATA, ¿NO?

ni de berdad ni de belieza, ¿no?
sino de seiscientas, setecientas tortugas
de una vez, doscientas
en un solo día.
O sea, un animal enorme, ¿no?,
algo que pesa bastante, más de doscientos
kilos, y a su vez doscientas
en un solo día: arreadas a bordo por
planchones de madera o hombreadas
entre dos o tres, en redes. Vivas, a fin
de que vivan, les damos pasto
de comer y cada día
de los doscientos que siguieron
apaleamos una y la comemos.
Rompiendo antes la caparazón: obvio.
Un animal extremadamente lento, pero apto
para la supervivencia.
Hasta que llegamos nosotros:
      dispuestos a acarrear
doscientas en un solo día.
La caparazón se dispone en hexágonos y cada
hexágono ajusta con los otros, con pentágonos
no hubieran podido, cómo
y cuándo aprendieron geometría.
El caso es que nos llevamos doscientas
en un solo día, escandalosamente fáciles
de cazar, no tenían previsto, se ve, nuestra visita,
tenían hexágonos, tenían su técnica
lento acorazada de vivir, o sea:

Me como el pasto que no se mueve, dado lo cual,
maldita la falta que me hace
andar saltando como una liebre,
y si algo me ataca me meto
para adentro, me duermo una siesta
de dos o tres siglos mientras
el otro se aburre y se va:
por pico duro que tenga los dientes se le van a quebrar
contra este carapacho, y peso lo suficiente
como para que no pueda ni pensar en levantarme
y romperme dejándome caer
desde quinientos metros: que pruebe el plumífero
levantar vuelo conmigo entre sus garras, si
lo que es menos probable todavía,
encontrara de dónde agarrarme. ¿Se entiende?
Peso y falta de ángulos, dureza y retracti
bilidad. Pero
(y "pero" es el verdugo de todo lo que amamos)
¿quién se iba a imaginar la llegada de estos
cretinos implumes, con dedos articulados, el pulgar oponible, etc. ?
No todo
puede preverse en esta vida, el caso
es que nos divertimos bastante sobre esta planeta
en esta pedaza del planeta hasta
que, etc., etc., etc.
En cualquier caso, admitirán que no se trata
de belieza, el estilo que habíamos
elegido era bastante belio, lo hacíamos con bastante
gracia, por lo menos nos parecíamos
graciosas a mismas nosotras y pulvus
nos echábamos que durraban semanas: ni belieza
ni éxtasis faltábannos. Oh, mis amigos, habláis de rrimas
pero no olvidéis que es la cruda
intemperrie el problema: un carrapacho
de acerro hubiéramos debido
      tener para defendernos en forma adecuada
de la intemperie cuando adoptó la forma
de estos duros cretinos:
pero hubiera
sido técnicamente imposible: necesitábamos algo
que pudiera crecer, me refiero
a que el carapacho tenía que empezar siendo
más bien chico, caso contrario
hubiéramos debido nacer enormes, lo cual
plantea nuevas dificultades técnicas,
(estas sí, insalvables): en suma, nuestro talón
aquilino teníamos y he aquí que:
uno, vino a saberse que era necesario
que lo tuviéramos, dos,
duramos hasta que unos cretinos
lo descubrieron. A fin de
comernos; esa es otra; hubiera sido
harto prudente saber a mierda
a fin de que los implumes no tuvieran deseo
de comernos, lo que no entiendo
es cómo se les cruzó por la cabeza
que podríamos, que podrían: es que lo prueban
todo, el agua del pericardio ¡el agua
del pericardio!, auténticos
carniceros buscando como perros
hambrisedientos qué mierda comer.
Gustarles, ese fue el problema,
aparecer ante los ávidos ojuelos
del bípedo como apetecible
menú. ¿Por qué
no se comen entre ellos? Me temo
que también, que incluso. ¿Y no sería posible
ser nomás una idea, algo
indiges-incorrup?
No está mal. No una tortuga ser, sino la mera idea
de una tortuga, ahí sí, ahí seguro
que no se tomaban el trabajo de comernos, oh, sí, mucho
mejor todavía que saber a mierda. O sea: volverse
más fáciles de transportar pero en el mismo grado
y por lo mismo, menos interesantes. No saber
a nada, impalpa-insonda-
bles ser: inodor, incolor, insipid
as, imposibl, impensabl, impasibl
es ser. Con lo que llegamos entonces a
nuestro error capital, inicial:
la tangibili- la palpabili- la inteligibili
dad. El peso, que fue nuestro ingenuo remedio
      contra la pájarocaptura, transformóse
en nuestro problema a la hora de la
implucaptura. Ironía, etcétera.
En todo caso no vengan ahora
con la belieza, con
el amanecer en las islas remotas, la línea
roja del sol sobre
conos de volcanes apagados.



ENTRE EL ZIGZAG DE LOS VOLCANES APAGADOS

llega tu mano, repartís los naipes:
como si la aspereza del cartón
se tornara irreal y las cartas
al salir de tus dedos, transparentes,
como si dejaran en ellos
rugosidad y solidez, sentido,
no entiendo el juego que me llega, entiendo
que me ha llegado juego pero no
qué juego: además, si todos ven
mis cartas, cómo puedo jugar.



ME QUEDO QUIETO, NO PORQUE NO PUEDA

moverme yo sino por la parálisis
simultánea de la opacidad
           y del sentido: te miro

desesperado, no parece que lo notes,
parece, no parece, me acuerdo
           que acá le dicen brillos al diamante.

Como quien percibiera dormido el cuerpo
inmóvil, sin entender que se está quieto
           porque uno duerme:

y le ordenara, en el sueño, moverse,
sin lograr que obedezca, estando,
           como está, boca abajo, dormido:

en un cuarto feo, azul
que por suerte o por desgracia uno
           no llega a ver

estando, como está, dormido,
estampado en la cama, creyendo
           que se quedó paralítico, que

la cama, horizontal, es un muro
vertical, o peor, una barrera
           invisible

como el cuarto feo y azul
que, por suerte o por desgracia, uno
           no llega a ver

soñando, como sueña, que está
paralítico entre el rojo
           zigzag.



UNA POR UNA POR UNA, Y CADA UNA

de un golpe
y gloriosamente adentro. Cierta valentía,
más bien, cierta temeridad, cierto deseo
de pelea, cierta inconsecuencia
entre los medios y el fin, por ejemplo
dejar correr el agua de la ducha
entre los dedos, pensar en un pato,
larga y detalladamente, un pato
con su forma y sus colores, después pintar
un círculo amarillo que no tiene nada que ver
con el presunto pato, se informa solamente
de la mecánica de la reflexión acerca del pato
y por ahí ni siquiera sino simplemente
se beneficia el círculo de la contigüidad de las experiencias
de bañarse y pintar, por ahí ni siquiera.




2002















lunes, octubre 13, 2025

«Postales eslovenas», de Silvio Mattoni




28


Creció el olivo en el patio y llegó 
hasta mi vista al borde de la ventana
con sus manojos de hojas lanceoladas
y verdes que parecen polvorientas
pero exhiben su intenso tono mate.
Ahora un poco de viento lo movió
y me hizo señas mientras traducía 
el relato francés de dos poetas 
que se encuentran, divagan, en su idioma
bajo amenazas de orden. Desearían 
decir alguna forma de vida o de presencia
pero solo hay palabras que se vuelven,
para ellos, parábolas. Te digo 
entonces que este olivo es tan antiguo 
como su nombre, que sigue verde y sigue 
anunciando lo que hace, el verde olivo 
oscila en esta siesta y este patio.



Publicado por Borde Perdido Editora, 2025















domingo, octubre 12, 2025

«Le pregunté a mi amiga…», de Plestia Alaqad

Versión de Juan Carlos Villavicencio


 
Le pregunté a mi amiga:
¿No puede esperar tu llanto?
Me respondió con los ojos llenos de lágrimas:
No, no tendré tiempo para llorar mañana.
La vida es una carrera
y estoy cansada
de perseguir al tiempo que está matando todo lo va quedando de mí.
En mi contra corre el tiempo y yo corro contra él…
no puedo parar ni siquiera a tomar un respiro
¿Por culpa del tiempo? Es que no se detiene nunca.
Le dije: estoy cansada, como tú
pero de esperar por un tiempo que no pasa
por un correo que no llega
por un teléfono que no suena
el tiempo está matando cualquier esperanza que viva dentro de mí.












sábado, octubre 11, 2025

«Mi familia vive en la Monte Huérfano…», de Hongzhi Zhengjue

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Mi familia vive en el Monte Huérfano,
todo el año, con la puerta a medio cerrar.
Suspiro por mi cuerpo avejentado,
pero legaré a mi descendencia, este, mi Camino.














viernes, octubre 10, 2025

«Melancolía de la resistencia», de László Krasznahorkai

Fragmento / Traducción de Adan Kovacsics



PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2025

Era Mádai, un hombre sordo que acostumbraba a gritar sin piedad al oído de sus víctimas «con el fin de intercambiar opiniones», lo cual, repetía, no le importaba en absoluto, y si bien los otros dos coincidieron en esta exhortación, adoptaron posiciones divergentes en cuanto al qué. Prescindiendo de toda introducción al tema de conversación y reconociendo a [György] Eszter como dueño y señor de la situación, el señor Nadaban, un carnicero corpulento que debía su privilegiada posición entre los ciudadanos más influyentes a sus llamadas «dulces obras poéticas», declaró que él deseaba llamar la atención de los presentes sobre la necesidad de la solidaridad, mientras que el señor Volent, entusiasta ingeniero de la fábrica de botas y experto en toda clase de problemas técnicos, sacudió la cabeza y nombró la serenidad como punto de partida para una acción conjunta, en oposición al señor Mádai, el cual acalló a los otros, volvió a inclinarse hacia el oído de Eszter y comunicó a voz en cuello lo siguiente: «¡Hay que estar vigilante, a cualquier precio! ¡Esa es nuestra tarea, señores, digo yo!». Así y todo, ninguno de ellos dudaba de que aquello que definían con los conceptos fundamentales de «vigilancia», «serenidad» y «solidaridad» solo era la obertura prometedora de sus argumentaciones cargadas de responsabilidad, y estaban ansiosos por empezar a desarrollar sus irrefutables argumentos, de suerte que a Eszter —tras reponerse de su innegable asombro al toparse allí, ante la entrada del Casino de Señores de la fábrica de medias, con esos «tres idiotas del montón»— no le resultó difícil imaginar lo que le esperaba si la radical diferencia de opiniones entre esos tres héroes temblorosos llegaba a manifestarse, o sea que se arriesgó y, como quería ceder cuanto antes la palabra a Valuska, que se mantenía apartando del círculo de los caballeros, y prevenir los ataques de estos, les preguntó cómo habían alcanzado la unánime conclusión de que el fin había llegado («tal y como he podido colegir de sus palabras», añadió). La pregunta los sorprendió, por lo visto, y las tres miradas airadas se reunieron en un rayo, como quien dice, pues ninguno podía imaginar que György Eszter, objeto de todos los respetos «por dorar con la esfera del arte nuestra aburrida vida cotidiana, gracias a su excepcional talento», como señaló en su día un texto de homenaje, o por ser, como escribiera el carnicero Nadaban en un poema laudatorio, «alfa y omega de nuestra gris realidad», que György Eszter no supiera nada de nada; pero en cuestión de segundos encontraron, sin embargo, la simple explicación de semejante desinformación, atribuible, según ellos, a la naturaleza distraída de los grandes espíritus que se retiran del mundanal ruido, y tomaron conciencia con orgullo de que, una vez más, eran precisamente ellos los afortunados elegidos para informar a esta personalidad viviente de los funestos cambios producidos en el destino de la ciudad. El abastecimiento era del todo imprevisible, la escuela y las oficinas ya casi no funcionaban, el problema de la calefacción de las casas alcanzaba dimensiones alarmantes debido a la falta de carbón, señalaron cortando el uno la palabra del otro. No había medicamentos, se lamentaban con expresión de dolor, la circulación de coches y autobuses había dejado de existir y esa misma mañana hasta los teléfonos se habían quedado mudos, poniendo un sello definitivo en la situación. Y entonces, dijo el señor Volent en tono amargo, entonces además, terció el señor Nadaban, y entonces para colmo, gritó el señor Mádai, viene este circo a frustrar nuestras esperanzas depositadas en el desarrollo y el restablecimiento del orden, un circo con una ballena enorme a la que habíamos dejado entrar de buena fe y contra la cual ya nada se podía hacer, por cuanto esta compañía realmente extraña, señaló el señor Nadaban bajando la voz, altamente sospechosa, asintió el señor Mádai, y sumamente siniestra, añadió el señor Volent frunciendo el ceño con expresión lúgubre, había llegado ya, por desgracia, a la plaza Kossuth. Sin prestar atención a Valuska, que los miraba ora con desconcierto, ora con tristeza, comunicaron a Eszter que se trataba sin la menor duda de una banda criminal, si bien no les había sido fácil descubrir el significado de todo ello y el fondo de la cuestión. «¡Son al menos quinientos!», exclamaron, para señalar acto seguido que, de hecho, la compañía estaba compuesta por dos personas, que la atracción era lo más terrible, dijeron, y que servía de simple pretexto a esa gentuza carente de más señas para atracar por la noche a los pacíficos habitantes. Afirmaron que la ballena no desempeñaba papel alguno y, a continuación, que la ballena era la causa de todo, y cuando por último declararon, refiriéndose a unos «turbios bandidos», que ya habían empezado a robar y, al mismo tiempo, que seguían todos inmóviles en la plaza, Eszter se hartó y levantó la mano con decisión, indicando que pedía la palabra. Sin embargo, el señor Volent se le adelantó rápidamente y declaró que la gente tenía miedo, de modo que no podemos quedarnos sin hacer nada, intervino el señor Nadaban, esperar con los brazos cruzados, añadió en su tono característico el señor Mádai, a que llegue la catástrofe. Aquí hay niños, soltó el señor Nadaban con lágrimas en los ojos, y madres que sollozan, trompeteó el señor Mádai, de modo que lo más querido para nosotros, el calor del hogar familiar, concluyó a modo de colofón un señor Volent totalmente estremecido, corría un riesgo enorme… Uno puede imaginar lo que aún habría sido capaz de dar de sí aquel coro quejumbroso, aliado para la resistencia, pero ya es imposible de saber, porque Eszter, aprovechando un respiro en la depresión generalizada, tomó la palabra; para mayor comodidad y considerando el nerviosismo de los señores, adaptó cuanto tenía que decir al atormentado mundo psíquico de los tres y les hizo saber que sí existía una solución y que una voluntad audaz jamás abandonaba la esperanza de cambiar la situación para mejor. 



1989










Contribución parcial e indirecta a DscnTxt de EPDLP.com















viernes, octubre 03, 2025

«Escrito en un reflejo», de Hugo Mujica

Tres poemas



 
8.

de tantos desgarros
voy a coserme otro cuerpo
para dar de comer
                        a mi sombra.

también fuera de las venas hace sangre



12.

ángel de arena
internándose en la marejada,

o frente al espejo
donde la ilusión de vernos mira
la ilusión de ver

—un vidrio es transparente
                                  cuando no transparenta nada—



19.

y como los que no tienen ojos
estiramos las manos hasta leer con las yemas
sobre la piel de los mudos

o todo o nada:

como quien baja los párpados
hasta mirar a los ojos
                              el amor de los ciegos



Publicado originalmente por Editorial El imaginero, 1987





También en Umbral de la palabra, Descontexto Editores, 2025









Pueden comprar el libro escribiendo a descontextoeditores@gmail.com,
este fin de semana en La Primavera del Libro en el Estadio Nacional
o en las mejores librerías gracias a BigSur

















jueves, octubre 02, 2025

«Colo-Colo Continuación del mito: Una forma de criar», de Gabriel Zanetti




 
Mi papá era un hincha inusual. Parecía más contento cuando perdía la U que cuando ganaba Colo-Colo. Recuerdo haber celebrado juntos, gritando por la ventana de living los goles de River Plate contra el equipo azul, en la semifinal de la Libertadores de 1996. Los vecinos nos gritaban «¡argentinos culiaos!». Pero nunca lo vi tan descompensado como el día que los Chunchos ganaron el torneo nacional después de veinticinco años. Veníamos de no sé dónde, mi mamá de copiloto, mis hermanas pequeñas y yo atrás. El hombre escuchaba la radio tranquilo hasta que le cobraron un penal a la U, a diez minutos del final. Patricio Mardones la echó adentro. Lo que restaba de partido fueron chuchadas hasta que terminó el encuentro. Apagó la radio, antes de que sonara el «Ser un romántico viajero». 

Siguió el camino a casa en silencio durante varios minutos. El Fiat 147 blanco parecía un funeral. De pronto, volvió al planeta. Comenzó a tapar a puteadas a los autos que tocaban la bocina, a los adherentes de Universidad de Chile que agitaban sus banderas en las esquinas. Yo tenía 11 años, no me daba mie do. Mi papá era mi héroe y le encontraba la razón. Bajé la ven tana y emulé su actitud, hasta que mi mamá se dio vuelta y me retó. El tema era con la U. Si campeonaba Católica o cualquier otro equipo le daba lo mismo. 

Le alteraba que hablaran más de la selección chilena que de Colo-Colo. Odiaba a Marcelo Salas, a pesar de su incuestionable talento. «No le llega ni a los talones a Zamorano», decía cada vez que se le presentaba una oportunidad. «La selección 23 siempre ha sido Colo-Colo más un par de jugadores de otros equipos», aseguraba. Prefería los planteamientos defensivos, esos que ganaban de contragolpe a la italiana. Los fines de semana abría los ojos temprano para ver el Calcio en la rai. A pesar de ser del Inter de Milán, gozaba con cualquier partido, le daba estabilidad emocional. 

Le gustaba mucho Arbiza, Garrido, Barticciotto, Emerson Pereira y Jaime Pizarro. Me contaba con nostalgia sobre la cali dad de Caszely y Chamaco Valdés… «Si jugaran hoy serían cracks en los principales cuadros europeos». Admitía la calidad de Leonel Sánchez y Alberto Fouillioux, que según él inventó el chanfle. Nunca le perdonó al Cóndor Rojas la cagada en el Maracaná. También consideraba a Parraguez y a Mario Leppe. No soportaba a los jugadores «pichuleros». 

Cuando veíamos los partidos por televisión ponía el volumen muy fuerte y me dejaba solo. Se dedicaba a hacer cosas, a limpiar, ordenar ropa o maestrear. Al escuchar el grito de gol, corría a la pieza, miraba la repetición y decía «Vamos». Era in capaz de observar cómo se resbalaba un defensa y nos metían una pepa. Sufría por el equipo, como lo hacía con todo lo cercano a él. Sus reacciones en torno al dolor eran al estilo de Santino Corleone: Colo-Colo era parte de su familia. 

Las veces que me llevaba al Monumental cambiaba radical mente de switch. Algo lo tranquilizaba al ir a la sede de Cienfuegos, comprar dos entradas, las que me mostraba con una sonrisa orgullosa. Yo contaba los días, mañana a mañana antes de ir al colegio, abría esa olla inmensa de loza blanca con motivos celestes para tallarinatas que usaba para guardar papeles, cuentas, boletas, recordatorios. Leía Colo-Colo versus Católica; Colo-Colo versus Nacional; Colo-Colo versus Estudiantes de la Plata. Acariciaba esos cartones. 

Los días de partido copero faltaba al colegio. Me iba con él a su compraventa de autos ubicada en Exequiel Fernández y Camino Agrícola. Desde temprano, me entretenía rellenando talonarios de venta o molestando a los mecánicos preguntando por qué fallaba el motor. Me quedaba con ellos hasta que el tarro partía. A la hora de almuerzo, salíamos a comprar repuestos a 10 de Julio, y después comíamos un churrasco. La tarde pasaba lenta, hasta que mi papá decía «Yapos, hijo, vamos». 

Me sorprendía que le cambiara tanto el carácter. Agarrábamos el auto más fácil de sacar del negocio y menos panero. Bajábamos al Monumental. Recuerdo un partido: Colo-Colo versus Estudiantes, a quienes vencimos 4-2 de ida, primer triunfo de un equipo chileno en tierras argentinas. Había con fianza. Mientras caminábamos, como siempre, aparecían los macheteros. Mi papá abría la chauchera, pasaba unas gambas y decía «Disfruten las chelitas, cabros». 

Un desconocido Martín Palermo marca el primer gol para el Pincharrata, a poco de iniciado el partido. En la segunda parte, Basay empata. El mismo 9 hace un golazo de globito y sentencia el 2-1 para el Cacique. Mi viejo ya no estaba eufórico. Su tranquilidad me asombraba. Salimos de la mano entre la multitud. Mi papá siempre lo hacía así, yo era su tesoro. De regreso a casa, escuchábamos la radio Cooperativa. Llegábamos al departamento de la Villa Frei, besaba a mis hermanas y a mi mamá, prendía la estufa a parafina afuera del departamento, y cuando amainaba el olor del combustible, la entraba, ponía la tetera encima, y cuando hervía tomábamos once. 

Mi papá era moderno para su época. Tomaba en brazos a mis hermanas, las bañaba y metía a la cama. A pesar de la realidad constatada día a día, a nadie se le pasa por la cabeza que a un ser querido lo afecte una enfermedad mortal. «El Tavi» —por Octavio—, mi padre, luchó cuatro años contra 25 una fibrosis pulmonar. Cuando lo iba a ver al hogar de ancianos me preguntaba por Colo-Colo. Tenía todos los canales, pero era incapaz de ver un partido. Yo le decía: «Vamos prime ros, la U en la mitad de la tabla». Sentado frente a él, hablando fuerte para que el sonido del saturador de oxígeno no me cortara la voz, sacaba la ficción del bolsillo y relataba: «El domingo jugamos contra Unión Española. Íbamos 0-0, Colo-Colo defendiendo, de milagro uno de los muertos de la línea de cuatro rechaza un pelotazo y se la echan a correr a Paredes. Puta viejo, el Tanque a puro cuerpo y codazos se las arregló para entrar al área. Puntete abajo y ganamos». «¿En serio hijo?». «A lo campeón, papi, como siempre». Nunca olvidaré su sonrisa. Cuando voy al cementerio a dejarle flores, guardo unas poquitas para el mausoleo de los Viejos Cracks de Colo-Colo.


Publicado por el Fondo de Cultura Económica, 2025